Breve intercambio de correspondencia en torno a «La Flor (primera parte)», de Mariano Llinás

Álvaro Bretal: Ya pasaron algunos días de la primera proyección de la primera parte de La Flor y quisiera compartir algunos pareceres apresurados. El primero es que estaba claro que semejantes expectativas (es el primer film de Mariano Llinás en doce años, la filmación empezó hace siete, el tráiler se estrenó hace dos, se proyecta por primera vez de forma sorpresiva con sólo dos días de aviso previo) iban a verse defraudadas. No tanto por méritos o deméritos de la película en sí, sino porque el misterio estaba muy en primer plano. En definitiva, me parece importante no juzgarla en relación a las expectativas que generó, porque eso le jugaría en contra automáticamente. Algunos datos básicos, como para poner en tema a aquellos que no estén al tanto: la primera parte de La Flor dura 220 minutos y consta de dos episodios independientes. La película en su totalidad tendrá seis episodios que sólo tienen en común a las cuatro actrices principales, siempre en roles diferentes. Estas son cosas que dice Llinás tanto en el tráiler como en el prólogo de la película. Porque, aparte de los dos episodios, esta primera parte tiene un prólogo.

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Ezequiel Iván Duarte: Creo que las expectativas altas también se debían al antecedente de Historias Extraordinarias, aunque ahora dudo si tiene el estatus de culto que le habría endilgado en otro momento. El hecho de que la sala no se llenara en la premier de La Flor dice mucho. Inflamos el acontecimiento más de lo que merecía; nos dejamos llevar y universalizamos nuestra propia curiosidad y anhelo. Todo esto dicho con independencia de los méritos artísticos de la película. Puede haber diversos motivos de fondo, pero del mundillo de la crítica platense creo que éramos tres. Había más críticos venidos de Buenos Aires que locales. Quiero decir con este fárrago: hubo expectativas altas, pero entre un grupo poco numeroso. No sé qué te parece o si tenés algo más que agregar respecto a lo que rodeó el estreno.

Álvaro Bretal: Pasaría rápidamente al quid de la cuestión, a la película en sí. O, mejor dicho, al primer tercio de la película en sí; esos dos episodios que conforman la primera parte de La Flor. El primero trata sobre una momia que desata una maldición en alguna provincia del interior del país. El segundo, sobre una pareja de cantantes onda Pimpinela que se reúnen después de varios años y se detestan profundamente. Este episodio incluye una subtrama sobre unos traficantes de escorpiones. Algunas cosas de Historias Extraordinarias siguen presentes: el placer por los cuentos, la ausencia de tiempos muertos, la narración a contrapelo de cierto minimalismo frecuente en el cine argentino de las últimas décadas. Todo eso está muy bien. Ahora, ¿no son cosas que a esta altura habría que dar por sentadas en el cine de Llinás? El factor sorpresa ya no está presente. Eso tampoco es un problema en sí, claro. Un artista no tiene por qué andar pegando timonazos todo el tiempo. Al margen de esto, me parece que La Flor (primera parte) intenta tener una creatividad desbordante que no está presente todo el tiempo. Tal vez con las otras dos partes se genere una especie de sensación de totalidad que eleve al conjunto. Es imposible saberlo ahora.

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Ezequiel Iván Duarte: Se me ocurre que hay dos elementos que unen los episodios: uno es, con claridad, la repetición de las actrices. El otro es la adscripción genérica de las partes: la historia de la momia, en las propias palabras de Llinás, pretende ser una película clase B (porque cada episodio puede leerse como una película en sí misma, aún cuando corten antes del epílogo o en el clímax mismo) y la historia del dúo Siempreverde y esa especie de organización secreta internacional estilo Liga del Mal que busca el elixir de la juventud eterna, es una mezcla esquizofrénica de melodrama y conspiración. Ahora, el cine clase B implica de por sí una irrisión, una inversión carnavalesca de otros géneros (en este caso, el terror), pero me parece que el segundo episodio también funciona como irrisión de los géneros de que se nutre, y presiento que con el episodio de espías y los demás por venir ocurrirá algo similar. Esto le otorga un innegable sentido del humor al film, pero con el costo de desperdiciar la posibilidad de variedad de registros de la premisa y con el riesgo de caer en el agotamiento del gag. Creo que, en el fondo, el problema pasa por el hecho de que la voz de Llinás termina por penetrarlo todo: quizás exagero pero para él la trama resulta más importante que los personajes, y ante tamaña duración de la película (¡y es sólo la primera parte!) la narración se resiente un poco.

Álvaro Bretal: Me interesa esto que sugerís de que la voz de Llinás lo penetra todo. Fijate por ejemplo que, siendo dos episodios tan diferentes en adscripción genérica, la puesta en escena de ambos es muy similar. Hasta cierto punto esto tiene sentido, porque son la obra de un mismo director y forman parte de la misma película. El tema es que, creo, eso le pone un techo muy claro al humor. Las referencias al cine clase B del Hollywood de los cincuenta o a la lógica del melodrama rara vez van más allá del uso de la música, de ciertos golpes de montaje o de voces dobladas adrede. Lo interesante de este uso aislado de los recursos es que hace que los episodios (que, por otra parte, no tienen títulos, se llaman “Episodio 1” y “Episodio 2”) no resulten retro. Son, antes que nada, la obra de Mariano Llinás. Es como si de alguna forma se negara rotundamente a que las referencias genéricas pasen por encima de su estilo. Esto implica, sin embargo, una dificultad para amalgamarlas con su propio lenguaje y resulta en una de las mayores limitaciones de La Flor. Historias Extraordinarias, según recuerdo, era una película mucho más variada y compleja en este sentido.

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Ezequiel Iván Duarte: Sí, digamos que Llinás no hace lo de Todd Haynes en Poison. En ese, su primer largo, el director de Carol realiza un film de tres partes, cada una remeda un género distinto (ciencia ficción paranoica de los 50, drama erótico carcelario y documental de televisión) no sólo desde lo temático y desde el guión —lo que hace Llinás— sino también desde la puesta en forma, desde lo estético. Creo que esto marca la fuerte impronta literaria del autor de Balnearios —en este sentido, Prividera podría tener razón cuando insinúa que la tradición a la que tributa Llinás es más bien una tradición literaria antes que cinematográfica, si bien la tradición del guión se halla entre dos mundos—: no me parece que haya un trabajo desde la imagen y el sonido que nos conduzca a esos géneros a los que refiere en el prólogo. De hecho, el trabajo visual está en consonancia con el indie digital internacional, muy claro en el uso y abuso del desenfoque, que parece ser el único ‘truco’ que muchos directores de fotografía se saben con este medio. El trabajo con el sonido me resultó más interesante: la yuxtaposición de los gritos en el episodio uno, culminando con los de un ave rapaz, por poner un ejemplo, con efecto cómico. O el fuera de campo en ese mismo episodio —y sabemos que si de terror se trata el trabajo con el fuera de campo es fundamental—.

Álvaro Bretal: Quisiera volver a una idea del comienzo del intercambio: creo que la película funcionaría mejor sin una estrategia de difusión tan cargada de misterio y expectativa. Tal vez para corroborar esto haya que esperar a que pase el tiempo. Lo que es seguro es que hay una diferencia muy grande entre el margen de juego que se brinda Llinás dentro de la propia diégesis del film (no tanto en términos de puesta en escena, sino en la libertad para mezclar géneros, en las impurezas, los ojos de plastilina de la momia del primer episodio o los excesos dramáticos del segundo) y ese misterio en la exhibición que, al menos en mi cabeza, se traduce como solemnidad. No es menor: la película en sí misma gana cuando le apuesta al descontrol, a la máscara, a eso que el espectador no espera ni por asomo. Pienso, por ejemplo, en los primeros minutos del episodio uno, cuando se ve el funcionamiento interno del equipo de investigación y uno no tiene la menor idea de para dónde va a disparar la historia. Ahí hay una tensión que Llinás sabe manejar. En otros momentos las narraciones se vuelven reiterativas, y es cuando menos funcionan. El cine de Llinás no se lleva bien con las repeticiones ni los silencios ni los mal llamados “tiempos muertos”. En los sesenta, cuando tipos como Godard, Rivette o Demy tomaban al cine americano que tanto apreciaban, lo desarmaban, quebrándolo formal y rítmicamente, aunque respetando con humor ciertas claves estéticas. Esa era otra de las vías que podía tomar La Flor para ganar potencia. Y, sin embargo, tampoco agarra por ahí. Pasados varios días de su proyección en La Plata no puedo sacarme de encima la sensación de que es una película con numerosos elementos interesantes que se queda, sin embargo, a mitad de camino.

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Ezequiel Iván Duarte: Mención aparte para la obsesión de Llinás con el interior de la provincia de Buenos Aires. La segunda pasada de La Flor (primera parte) fue hace pocos días en Trenque Lauquen después del estreno sorpresa en el Festifreak de La Plata. Me pregunto si algún vecino de esa ciudad cara a la ‘conquista del desierto’ en su etapa alsineana habrá asistido a la función, o si los espectadores del Llináspalooza (Jotafrisco dixit) fueron todos de Capital Federal. Supongo que, también, tiene que ver con la idea de manejarse por fuera de las instituciones tradicionales de cine (excepto por alguna injerencia que pueda haber de la FUC) que maneja El Pampero, la productora detrás de todo esto. Te hacemos una película por los costados y la presentamos lejos de nuestra Babilonia, la fágica ciudad de Buenos Aires. No hablaría de solemnidad, sí de la intención de una mística; y lo asocio a algo que decían los chicos de la revista Pulsión, esa búsqueda de una mística para el cine platense. Llinás sabe cómo generar una mística.

Coincido en el tema de las repeticiones: hay cineastas formidables en su empleo, como Robert Bresson, Jean Epstein o Jorge Acha. En ellos, la repetición funciona como elemento de una respiración particular, de un movimiento rítmico que se emparenta con los ritmos de apertura y cierre con los que se moviliza la naturaleza. En La Flor todo propende a un exceso que abruma, sobre todo en el segundo episodio, por ejemplo, con los largos relatos que hacen los integrantes del dúo sobre cómo se conocieron y cómo llegaron a la situación de enemistad presente. Se me antoja que es algo que luce mejor en el papel. Es curioso lo que hace Llinás; como bien señalás, en clara oposición al minimalismo, muestra y explica verbalmente, pero la imagen no tiene el suficiente poder plástico para estar a la altura de esa búsqueda del exceso que se nota en la banda sonora, pero tampoco trabaja por contraste: no tenemos una imagen vaciada y una banda sonora abundante —cuya versión pobre la encontramos en cierto cine argentino aparentemente abundante en los 80; y cuya versión rica podría estar en algo como Blue de Derek Jarman— ni motivos visuales poderosos que se retroalimenten con un sonido rico y finamente trabajado. Quiero decir, para ser menos enrevesado: la búsqueda fotográfica es bastante menos inspiradora que el trabajo de la película con la banda sonora. La Flor es un film para el oído, pero la vista queda insatisfecha ante una pretensión épica que no se registra en lo visual, y toda película excesiva funciona mejor, me parece, cuando ese exceso se traduce no sólo a lo verbal y a los efectos sonoros y la música sino también a la plasticidad de la imagen —pienso en las películas en Cinemascope o en obras como Andréi Rublyov de Tarkovski o Intolerancia de Griffith, que también está dividida en episodios que narran distintas historias; y, por supuesto en una de los grandes films del siglo, Qué difícil es ser un dios de Aleksei German—. Sostengo que el problema está en las posibilidades del registro digital y en la dificultad de los fotógrafos en hacer algo más que enrarecer el plano con desenfoques y falta de profundidad de campo.

Álvaro Bretal / Ezequiel Iván Duarte

Publicado originalmente en La Cueva de Chauvet (noviembre/2016)